domingo, 9 de agosto de 2009

acido tranvico

El discurso estaba estirado de tanto repetirlo, estirado y lleno de huecos. Y es que lo repetía tantas veces, tantos vagones caminaba repitiendo esas palabras, frente a miles de personas que emprendían cientos de viajes para escucharlo cada uno por lo menos una decena de veces.
Estirado, con agujeros y sin textura. El tono era uno solo, casi sin pausas, respirando entre final y principio sin abrir la boca a menos que los mocos le impidiesen respirar. Y si era molesto decirlo, aunque en realidad no lo era, peor resultaba escucharlo. Porque desde el asiento estático, viendo a la ciudad que se movía, o con la vista semitapada por un brazo tomando un barandal, se sentía tan fatigoso que ni en pensar por sobre eso se podía. Y pensar sobre eso tal vez hubiese sido saber que peor sería repetirlo, ser un prometeo del tren con los papelitos gastados, arrugados, y tantos no gracias de gente fastidiada por uno mismo y por todos los demás.
Pero el fastidio era general, y muy particular hacia el fondo del exacto vagón del medio, ese que nunca se reconoce porque el que busca apunta al primero o al último. Era particular hacia el fondo, asiento que avanzaba hacia atrás, viendo despegarse del tren piedras, alambrados y casas, o edificios cerca del centro. Y era fastidio más que particular, era puntual, justo, cabal, fastidio de preguntarse que tanto más sería conforme se fuese acercando, con la voz más aguda, el discurso gastado y harapiento bajo los efectos de doppler. Y de seguro sería punzante y latoso, y peor aun con ese papelito puesto en la falda, sordo el papelito al no gracias inmenso y tajante que se proponía como un puñal de los de protocolo. Fastidioso al punto de sentir un castigo por viajar en tren, por no tener un auto, por tener que compartir espacio, aire, con esa gente, gente que traía sus aires de esos barrios, barrios que de seguro tenían guardados aires de esos países que no eran suyos y por suerte jamás lo serían. Se acercaría limosneando y la obligaría el aire a bajar la vista como si esa masa de carne y hueso que con vida decimos persona fuese a quemarle las corneas, no te pongas vizca que te vas a quedar así le decían, y no los mires a la cara.
Bajaba ya la vista, practicando para tener algo que hacer, pero con la mano descuidada y suelta sobre el pelo. Y a la mano suelta fue a parar no un papel, sino un cartón con alguna cosa para, paradoja, el pelo, y consciente de lo que tocaba sus dedos lo dejó caer, lamentando no poder verla levantarlo, por las corneas claro. Tampoco pudo verla clavar sus ojos en sus manos, en su pelo, y bajar hacía el cuello. Los sintió en todo su recorrido, pero como si fuese un tigre lo que la acechaba, no movió un músculo.
Indignada en su dignidad de estación rivadavia, giro el punto hacia la cara, y con el, todo el cuerpo. Quedó de frente a ella, las manos apoyadas en sus propias piernas, frente al libro de la otra que seguía protegiendo su vista hacia abajo.
La mirada le pesaba ya en los ojos y el discurso seguía, saliendo por una boca para entrar sólo en sus oídos, La cinta larga y desmembrada entraba infinita pero ella seguía firme en ignorarla. Al final una mano obvia la tomo bajo la quijada intentando levantarla, y quedaron ojos con ojos, órbitas encontradas. Junto con los ojos, el cartón fue a parar de prepo y nuevo a su falda, o al libro sobre ella en realidad y cayó al suelo de ese tren en movimiento. Los ojos de papel gastado ajaron al cartón gritando un fuerte levantalo, mientras la boca seguía mentiendo cinta por los oídos. Otro final y otra mano golpeó la de la quijada, antes de levantarse de un salto y sin tocar, despejar el camino. Desde el piso un pie intento soltarse de una mano que buscaba frenarlo, consumó el otro taco que sacó música de huesos.
Casi con coordinación perfecta con el tiempo se abrieron las puertas y salio ese todo, son cartones y con miles de ojos que, poco interesados, lo consideraban llenos de nada.
Fue en realidad como el arbol cuya rama al caer no suena porque nadie la escucha, no conocía a nadie en el tren y a nadie e interesaba ese masacote de discursos monofònicos aun estirado en el suelo, todos tenían córneas y planeaban concervarlas.

Pero otro todo y nada bajó detrás de ella, se había soltado rápido y mejor le parecía seguirla al salir, mirarla como quien sabe las cosas y nada más, era así de fácil si en trenes se encontraban.

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