Se levantó como aturdido, miraba las paredes iluminadas y ya no entendía nada. Todo lo anterior había sido un sueño y se escurría, como siempre, al encender la mugrienta luz artificial.
Pero recordó que estaba contento y ansioso, si, porque todo eso pasara. Las luces, los gritos, todo era buena señal. Vió el guardapolvos acomodado en la silla y terminó de caer en la cuenta, era de nuevo el primer día.
La escuela tiene esa cosa, en la que existe un primer día, pero no es el único. Hay por lo menso doce primeros días, una docena de primeros días de clases todos distintos y todos iguales, de primero al último y del último al primero.
Se cambió rápido, la luz ya le había llegado al cerebro y comenzaba a acomodarle las ideas. Primero el pantalón, después la remera, las medias, los zapatos y por último a desayunar, el guardapolvos venía después, para no ensuciarse.
Se lavó la cara y las manos, su mamá nunca le había pedido estas precauciones, pero él las tenía bien claras. Su mamá estaba ahi en la cocina, tomando un buen libro con su café.
Él se hizo solo el desayuno, no quería ayuda, ya era grande. Tan grande que podía leer el título del ejemplar de "sobre héroes y tumbas" que leia su mamá. Sabía que no podría saber nunca con certeza de que se trataba, pero podía entender cosas complejas como que lo héroes no eran como él los imaginaba.
Su desayuno fue bueno, bueno y silencioso por supuesto, suficiente como para llegar a la parte del guardapolvos en paz.
Él arregló sus cosas y su mamá las de ella, todo en silencio y sin roce. Cerraron la puerta uno al lado del otro y la miraron. No les alegraba verla, pero tampoco era una calamidad.
Caminar de la mano a veces podía ser tan incómodo... pero era necesario, una convención que todos debían respetar. El camino terminó en poco tiempo, pero en tiempo lento, más lento que todos los tiempos juntos.
Odiaba los diálogos por ser tan antinaturales, esa era una de las cosas de adultos que solía pensar. Pero su madre le dio a entender, de una forma u otra, que sabía lo que el día significaba para él, eso, y así pudieron soltarse las manos e irse, chau mamá, chau hijo, hasta nunca, hasta hoy a la tarde.
El problema con los diálogos era engañoso, no era que los odiaba por falsos, el problema era no poder confesar, ni siquiera con su tono de voz, que había estado pensando en otra. Pensar en una nueva seño era algo que lo ahogaba.
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