Despertarse, levantarse, caminar, todo era decisión. Y para elegir, había que recordar, combinar, elegir y recordar. Encerar, pulir. No lograba decidirse esa mañana si la chica que había visto en su casa era real, o si era producto de su propio aburrimiento de madrugada. Decidirse tal vez no era la palabra, sino que, mejor dicho, no lograba discernir entre la fantasía y la realidad, así como no podía recordar si iba con v o con b, o si tenía que cruzar o no la calle cuando bajaba del 37. No estaba en ella elegir el resultado, eso era algo ya existente, pero si estaba en ella llegar antes o después. Si bajaba del colectivo y cruzaba la calle, había elegido hacerlo pero eventualmente se daría cuenta de que estaba yendo en sentido contrario, ya sea a la cuadra o al llegar al museo de Bellas Artes. Había elegido, pero el resultado sería siempre el mismo: no tenía que cruzar la calle. Lo mismo pasaba con esta chica. Estaba en su memoria, pero su tarea era saber si estaba perdiendo el tiempo buscándola de nuevo, como si fuera su hermana que se había quedado hasta tarde haciendo ejercicios de física, o si perdería el tiempo tratando de convencerse de que era efecto del cansancio. Pensaba todo eso mientras se bañaba, peinaba, cambiaba, desayunaba. Las decisiones de siempre quedaron reducidas a movimientos automáticos, ¿me lavo los dientes en la ducha? ¿pantalón o pollera? ¿pelo atado, pelo suelto? ¿desayuno acá o en el colectivo? ¿llevo el mate en la mano o en la mochila? ¿voy a la facu o es innecesario? Todo, todo reducido a un solo movimiento que iba desde la cama hasta el aula del segundo piso.
Buen humor de mañana, casi nadie sufría esa patología, pero era útil cuando la puerta del colectivo se te cerraba encima o el tren pasaba dos veces por su camino. Seguía sumergida en un sopor un tanto extraño, no sabía si estaba totalmente centrada en sus sensaciones o sos pensamientos, pero sabía que una de las dos era. Se dio cuenta de que había llegado cuando todos ya se habían bajado del colectivo, así que supuso que los pensamientos ganaban por ahora. Lo bueno es que cuando pasaban esos estados, las escaleras se hacían más cortas y las clases más amenas.
Escalones, escalones, escalones, hasta que se terminaban y tenía que girar, seguir a una escalera adyacente. Cuando se quiso dar cuenta, estaba en el tercer piso.
Bajó al aula húmeda, llena de papeles en la pared. Seguía perdida, pero no iba a tardar mucho en encontrarse, porque ahí sentada en su mesa, parada en realidad porque nunca había banco, estaba la chica de la noche, sólo que esta vez era de día y no había luz ni cansancio a quien culpar.
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