El payaso pasó todo el día aliviando dolores. Él salva vidas, y no metafóricamente, es médico, un payamédico.
Durante horas y horas se paseó junto a las camas, junto a tu cama, junto a mi cama, con su sonrisa más que pintada y su estetosflorio, teniendo fe en que mañana todo podría mejorar.
El payaso recorre los pasillos de colores, reparte esperanza a los menos afortunados y, como bonus, él mismo se rellena el alma un poco.
No descansa un segundo, porque descansar lo hace menos feliz, menos completo, menos persona. Todos lo admiran, todos lo aman. Estudió tantas cosas horribles y, aun así, puede reirse de la vida.
El payaso termina su turno y se retira a descansar, para poder seguir sonriendo mañana.
Mientras camina, el Sol reemplaza la luz del hospital, su piel siente el aire de afuera, su nariz se vuelve normal y su ropa coincide con la de muchos otros. De a poco, se le va colando la realidad por abajo de las uñas.
Camina arrastrando los pies, mirando para abajo. Ya no es más un payaso, ni siquiera un médico, es otro tipo gris que viene a colmar las filas de los transeúntes.
Ya no le quedan más recuerdos de los chios que visitó, de las sonrisas que repartió, solo el frió tacto de los botones de un asensor viejo en los dedos olvidados.
En el departamento marrón, el payaso ya no puede esbozar ninguna sonrisa. Su ropa gris le pesa demasiado, y más le pesan los años de realidad sobre los hombros.
Despacio va al baño, agarra frasquitos y otras de su profesión, para ir a sentarse tranquilo a su sillón.
Mirando por la ventana, una única lágrima le borra lo último de payaso que le quedaba en la piel, i se inyecta cosas, cosas de médicos, no de payaso pero que, en una de esas, lo hace sonreír una vez de verdad, y para la eternidad.
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