El word pad vacío, temor de multitudes.Sobre el escritorio libros, discos,
cartas,
todo en plural menos el control remoto, uno solo gracias a Dios, el cubo rubik y una botella de agua vacía. Botella sola, el agua estaba en un recipiente distinto más flexible, más adentro suyo.
Agarrar la botella de agua, asirla con las dos manos, entender su tamaño, su forma, y pensar: "algún día algo así va a salir de adentro mio". Que pensamiento. No es tan así, por ahí la botella de agua queda corta.
Hoy me pasó algo horrible, teminé el lado de más allá. ¿qué es peor, expulsar la botella de agua o expulsar las palabras ya leidas, que nunca van a ser nuevas? Las palabras se pueden releer. Si, y la botella puede volver a su sitio si lo pensamos así, pero eso es forzar una situación.
Y afuera llueve, dos segundos te distraes y la calle ya está inundada, pero sigue haciendo calor. ¿Cómo llueve y hace calor? En enero llueve y hace calor, en diciembre todavía vas a tener que salir de tu casa mientras llueve. Entonces, ¿por qué no es enero? o peor aún, ¿por qué no es diciembre? Si llueve, si tengo que salir de casa...
En marzo del 2020 vas a expulsar una botella. Si la botella está sobre la mesa, entonces no entiendo por qué no es marzo del 2020. Ojo, no te quejes que marzo del 2020 está cada vez más cerca. Como cuando te dijeron "en diciembre del 2007, vas a haber terminado la escuela". Hoy yaterminé la escuela hace rato, y sin embargo otra vez, no es diciembre del 2007.
Afuera ya no llueve, eso significa que ya no puede ser enero, ni diciembre, y que definitivamente no es el momento en que comenzó a llover, porque ya paró. ¿y los minutos entre gotas como se distinguen?No se, la verdad no entiendo. Ayer leí que todos los días se hace de noche, o que todas las noches son iguales, no me acuerdo. Entonces como saber qué noche, qué número le pusieron a esa noche, es todo un misterio.
¿Cuantas veces tiene que ser enero, o diciembre, para que pueda escribir algo que empiece y termine, como la lluvia de recién o de hace tres horas, que empezó y termino como si nada, pero dejó todo mojado?
viernes, 27 de junio de 2008
sábado, 14 de junio de 2008
infinito punto rojo
De chica jugaba un juego rarísimo. Comenzaba como cualquier otro, conectar la play, poner el CD, apretar start y eso, ya no recuerdo bien el mecanismo. Este juego no tenía menú, no elegías nada, ni el color de los bordes de la pantalla, que se ponía negra de golpe, para después revelar una calle de barrio viejo, de las que aparecen en algunas películas de caminos de tierra, casas de un piso que comienzan después de las rejas y el patio del frente, cestos de basura con caños oxidados y silencio total a la hora de la siesta. Luego de algunos instantes, el pelo en pantalla y el paso de una mano fugaz te hacían darte cuenta de que el vidrio era tus dos ojos, a veces encandilados pro el sol.
Si dejabas puesto el CD, el juego se guardaba y podías comenzar desde donde habías dejado el día anterior. Esto era sumamente importante, ya que a falta de instrucciones, jugando ibas haciendo avances importantes. Primero vagabas por las calles, pateabas latas, andabas en bicicleta o te sentabas a mirar algún perro que pasaba con algo sucio en la boca, haciendo nada, pero de una forma crecientemente hipnotizante. Cada tanto pasaba algún chico o chica haciendo lo mismo, nada, y con el correr de los días aprendías a acercarte con cualquier pretexto, una cadena salida, un perro en plena fuga o simplemente compartir caramelos y formar así un grupo cada vez más grande de infantes que se reunían a hacer nada frente a esa pantalla ojos que manejabas con el joistick.
Aprendí a pelear cuando era necesario y a rehuir algunas riñas, a nadar con manos y pies todo junto, a leer libros de texto avegentados, esconder arvejas abajo de la mesa una vez por semana y a andar sin una mano, para soltar las dos me faltó un poco. El grupo era cada vez más numeroso y los juegos más variados, intervenían ahora pelotas, hojas, animales y hasta disfraces. Todas las tardes llegaba a casa y prendía la play, agrandaba mis ojos y aprendía a jugar sin trucos a un juego que no tenia menú, pero podía elegir todo, absolutamente todo.
Afuera de casa llovía, hacía frío, soplaba fuerte el viento, cualquier cosa, no se, no se podía jugar a la play afuera, y salir era un desperdicio, con tanta vida en el living de casa. Comencé a vivir en tiempos del juego, vestirme de invierno cuando veía las narices del resto muy coloradas o sacarme los zapatos cuando todo se veía soleado y podíamos meternos al canal a jugar a la guerra de caballitos. Mis papás no me dijeron nunca nada, no se acostumbraba hablar mucho y pasarse el día frente a la play era normal, y aunque ojos adentro yo sabía que ninguno de mis compañeros de escuela tenía un juego así, podía sentirme reconfortado, porque sabía que al llegar a casa, en teoría, todos hacían lo mismo que yo.
No era todo juego y diversión, por supuesto. Tuve que aprender a conjugar verbos, hacer cuentas sin calculadora, el ciclo del agua y todas las normas de convivencia. La mitad del grupo tuvo que entender que la otra mitad se separara, para jugar al futbol, escupir y esas cosas, y hasta me agarraba una cosa en la panza cuando volvía muy tarde de la calle y me esperaba mamá sentada en la mesa de la cocina, retorciendo el mantel con las dos manos y la comida bien fría.
Pero lo que más me gustaba de todo eran las hamacas. Ahí no había verbo que valga, cada uno se hamacaba con sus piernas, adelante y atrás, adelante y a trás sin grupos separados, sin manteles retorcidos, arvejas escondidas ni nada, lo único que se veía era el cielo muy cerca, que se iba alejando y alejando para volverse tierra, piso con agujeros de la patas, tierra de frente casi en la frente y de nuevo horizonte y cielo, nubes blancas y fondo celeste que se volvía marrón y polvoriento, que ahora era azul y espumoso, marrón celeste marrón celeste con aire en todos lados, entre las piernas y los brazos, tirando del pelo, mejor dicho masajeando, el flequillo en la nuca o el flequillo en los ojos y las manos que se van aflojando para hamacarse más, hamacarse mejor y llegar más lejos y hasta el cielo, en un recorrido infinito hasta el cosmos y hasta el infinito punto rojo de la plaza muchos metros adelante, el flequillo contra las piedras del arenero.
Si dejabas puesto el CD, el juego se guardaba y podías comenzar desde donde habías dejado el día anterior. Esto era sumamente importante, ya que a falta de instrucciones, jugando ibas haciendo avances importantes. Primero vagabas por las calles, pateabas latas, andabas en bicicleta o te sentabas a mirar algún perro que pasaba con algo sucio en la boca, haciendo nada, pero de una forma crecientemente hipnotizante. Cada tanto pasaba algún chico o chica haciendo lo mismo, nada, y con el correr de los días aprendías a acercarte con cualquier pretexto, una cadena salida, un perro en plena fuga o simplemente compartir caramelos y formar así un grupo cada vez más grande de infantes que se reunían a hacer nada frente a esa pantalla ojos que manejabas con el joistick.
Aprendí a pelear cuando era necesario y a rehuir algunas riñas, a nadar con manos y pies todo junto, a leer libros de texto avegentados, esconder arvejas abajo de la mesa una vez por semana y a andar sin una mano, para soltar las dos me faltó un poco. El grupo era cada vez más numeroso y los juegos más variados, intervenían ahora pelotas, hojas, animales y hasta disfraces. Todas las tardes llegaba a casa y prendía la play, agrandaba mis ojos y aprendía a jugar sin trucos a un juego que no tenia menú, pero podía elegir todo, absolutamente todo.
Afuera de casa llovía, hacía frío, soplaba fuerte el viento, cualquier cosa, no se, no se podía jugar a la play afuera, y salir era un desperdicio, con tanta vida en el living de casa. Comencé a vivir en tiempos del juego, vestirme de invierno cuando veía las narices del resto muy coloradas o sacarme los zapatos cuando todo se veía soleado y podíamos meternos al canal a jugar a la guerra de caballitos. Mis papás no me dijeron nunca nada, no se acostumbraba hablar mucho y pasarse el día frente a la play era normal, y aunque ojos adentro yo sabía que ninguno de mis compañeros de escuela tenía un juego así, podía sentirme reconfortado, porque sabía que al llegar a casa, en teoría, todos hacían lo mismo que yo.
No era todo juego y diversión, por supuesto. Tuve que aprender a conjugar verbos, hacer cuentas sin calculadora, el ciclo del agua y todas las normas de convivencia. La mitad del grupo tuvo que entender que la otra mitad se separara, para jugar al futbol, escupir y esas cosas, y hasta me agarraba una cosa en la panza cuando volvía muy tarde de la calle y me esperaba mamá sentada en la mesa de la cocina, retorciendo el mantel con las dos manos y la comida bien fría.
Pero lo que más me gustaba de todo eran las hamacas. Ahí no había verbo que valga, cada uno se hamacaba con sus piernas, adelante y atrás, adelante y a trás sin grupos separados, sin manteles retorcidos, arvejas escondidas ni nada, lo único que se veía era el cielo muy cerca, que se iba alejando y alejando para volverse tierra, piso con agujeros de la patas, tierra de frente casi en la frente y de nuevo horizonte y cielo, nubes blancas y fondo celeste que se volvía marrón y polvoriento, que ahora era azul y espumoso, marrón celeste marrón celeste con aire en todos lados, entre las piernas y los brazos, tirando del pelo, mejor dicho masajeando, el flequillo en la nuca o el flequillo en los ojos y las manos que se van aflojando para hamacarse más, hamacarse mejor y llegar más lejos y hasta el cielo, en un recorrido infinito hasta el cosmos y hasta el infinito punto rojo de la plaza muchos metros adelante, el flequillo contra las piedras del arenero.
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